sábado, 14 de febrero de 2009

Redención

De joven aprendí a observar con asombro y ternura tu extensa y fornida belleza. A una distancia prudencial, vale aclarar. Y esto es por no poder estirar más mi cuerpo sobre la ventana de mi hogar, por miedo a caer en tu misterioso follaje de penumbra, y por temor, claro está.

De noche, venía a mi recuerdo la sombra que dibujaban tus alas sobre la húmeda acera en aquellas tardes de otoño. Con colores cálidos, me ahogabas el sueño noctámbulo y lo hacías con la fuerza de quien ama, soltando la vergüenza que de día te censuraba…


Conociendo mi hábito posesivo de piel humana, fuiste ingeniándotelas para llamar la atención, de a poco y de un primer momento. Allí, donde no distinguía mi desconocimiento y tu beldad, donde la intriga y la fascinación se confundían cegadoras, fue que decidí grabar mi nombre en tu tez. Muy alto. Bien alto –empresa épica-. Casi tan alto como me fue posible, una mañana de exaltación espiritual y ganas desmesuradas me prometí trepar tan alto que la advenida hormonal pareció ridícula, de momento.



Un punzón pre-escolar en mano y la asistencia incansable de la inercia del deseo. Con esas pobres herramientas, comencé a trepar.


En el camino rasgué mis manos, mis rodillas, mis prendas. Bebía la saliva con rabia. Mi único premio sería llegar a la cima, y nada detendría mi paso. De repente un sonido estruendoso detuvo la escalada -comencé a desconfiar de mi inconsciente; el bastardo osaba jugar con la distracción; pero no, no contra mí; ¡ingenuo!-. La adrenalina corrió en mi cuerpo con furia. Debía cumplir mi empresa. Debía, aún, grabarte mi vida. Me debía una promesa. Debía marcarte, con mi fuerza infantil y mi punzón de juguete.


Se hacía tarde ya (en la mañana misma). Sentía que el tiempo se consumía, sin saber, sin embargo, qué me apresuraba. Sólo conocía mi desesperación, y es por ésta que decidí detenerme y consumar el acto sin osar llegar tan lejos.


Comenzó la labranza. En un primer momento costó vencer el primer obstáculo: una gruesa capa de tu piel que me vertía impotencia sobre la espalda. Así todo, logré dar los primeros pasos.

Otro estallido fuerte como un trueno logró que soltara mi arma. Y allí me encontré, frágil. Estuvimos, quiero decir. Nosotros dos: mi deseo y tu sencillez, mi esmero y tu quietud. Intenté terminar la obra con mis dientes, con mis uñas. Lo que fuera necesario debía ser empleado en esta oportunidad: única. Cualquier parte con filo en mi cuerpo cobraba rápidamente utilidad y sentido.


Pero todo tuvo que acabar, como rápido acaban las buenas nuevas. Un tercer estallido hizo que perdiera el equilibrio y esta vez sí me deje caer, ahondando mi vergüenza prematura y mi miedo compañero. Perdí toda la furia y en la compañía de un ínfimo instante, caí. Golpeé mi cabeza contra el suelo y me dejé desvanecer, observándote como quien admira, taciturno, la inmensidad de un océano o del cielo mismo. Contemplé tu altura, tu pasividad y tu lejanía…


Recién hoy, ya mayor, despertando y maquillando en mí las cicatrices de la aventura, después de años de desazón, impaciencia, incertidumbre y algunas horas de angustia, recién hoy descubro la magia, tras aquel grueso velo de incomodidad.


Creo haber obrado con esfuerzo, pero soy capaz nuevamente de aplazar un momento las puertas de la imaginación y fijar mis ojos en la idea. En el simple suspiro del hallazgo. Hoy entiendo lo insustancial de la impaciencia, lo grave de cegar el sentido con imágenes vírgenes de razón.

Hoy, que en la tranquilidad tomo la idea, pido perdón. Con el impulso de esta triste hoja en blanco, pido perdón y agradezco. En este acto en que redimo mi error, mañana, o tal vez cuando me veas capaz, y con la amabilidad pretérita, pido que me devuelvas la oportunidad de trepar entre tu piel hasta tallar, ya con una gubia adulta, el resto de mi vida, mis letras, en ti.-


L. U. - 02/09

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